Añado una nueva desgracia a mi vida: el descubrimiento de Clan TV por parte de mi hijo. En casa no le hace caso a los dibujos, más allá de unas leves catas en el minimalista mundo de Pocoyó, pero en el hospital los estímulos no abundan y el aburrimiento florece con más profusión que las arrugas en la cara de Belén Esteban, así que nos tenemos que tragar muchas horas de programación infantil. Aunque él no la mire —que no la mira—, pero no tolera que se apague la tele.
Horror.
En vez de terminar de volverme loco, he decidido disfrutar de los que pueda, y he descubierto que el mundo del entretenimiento infantil está lleno de nazis, de curas y —lo más preocupante— de pedagogos.
De la pedagogía líbranos, oh, Monstruo de Amstetten, yo te imploro.
Hay una convicción muy extendida entre los adultos que asegura que toda actividad infantil ha de estar orientada siempre y necesariamente hacia el aprendizaje. Si se lee un cuento, el cuento tiene que enseñar a recoger la mesa después de cenar. Si se juega a un juego de mesa, éste debe enseñar los elementos de la tabla periódica o cómo tratar educadamente a las tías segundas con papada. Si se da un paseo, hay que aprovechar la charla padre-hijo para repasar los verbos irregulares en inglés. Y, por supuesto, si se ve la tele, hay que aprender a lavarse las manos, a acostarse pronto, a mirar a ambos lados antes de cruzar la calle y a no obligar a los hermanos menores a comer los mocos que previamente se han extraído de las narices, por muy nutritivos y ricos en proteínas que sean.
La infancia no admite tiempos muertos, todo es pedagógico, el aprendizaje es una tarea full-time. Todavía no ha colonizado el sueño, pero ya inventarán la forma de aprovechar las horas de descanso para no descansar de la labor educativa.
Sin embargo, los adultos estamos exentos de la pedagogía. Cuando nos divertimos, no buscamos discotecas didácticas. Cuando vamos al cine, no aprovechamos para repasar inglés y para aprender que hay que tomar cinco piezas de fruta al día (¿o eran veinte?). Cuando ligamos y nos metemos en la cama con otro congénere, no aprovechamos para afianzar nuestros conocimientos teóricos de anatomía humana que dimos en ciencias naturales (aunque a más de uno le vendría bien para mejorar su caché sexual).
Es decir, que los adultos hacemos muchas cosas simplemente porque nos divierten, y su único valor es la diversión que experimentamos con ellas. Incluso aunque seamos conscientes de que esa diversión no es inocua y que puede provocarnos daños. Pero a los niños les privamos de ese placer. O, lo que es peor: se lo ofrecemos a condición de que sea útil, de que les reporte un bien para el futuro, de que aprovechen el tiempo.
La utilidad, cuántos crímenes se han cometido en su nombre.
Comparo dos series de dibujos que emiten en Clan TV. Una se titula Lazy Town, y la otra, George de la Jungla.
Lazy Town transcurre en el pueblo del mismo nombre, traducido como Villa Pereza. Para no caer en la holganza y la gordura, sus niños tienen que moverse y hacer muchísimo deporte y muchísimos bailes. Porque la pereza es el mayor pecado. Comandados por Sportacus (espero que el guionista que lo inventó esté siendo torturado a base de ingestas masivas de grasas trans) y jaleados por Stephanie (una irritante mocosa con peluca rosa aspirante a niña prodigio y que tiene muchas papeletas para desarrollar una adicción a los barbitúricos y para actuar en despedidas de soltero gays dentro de unos años), los niños hacen mucho deporte y bailan mucho. Y como necesitan energía para mantener su vigoréxica actividad, Sportacus les provee de sportchuches: plátanos, manzanas y lechugas que los niños tragan como si fueran anfetaminas. El sueño húmedo de los agricultores de Almería, que parecen haber financiado la serie junto con la federación de empresarios de gimnasios y clubes deportivos.
Por supuesto, hay un malo en Lazy Town. Un tipo de mentón prominente cuyo nombre no he retenido, pero cuya misión es hacer engordar a los niños regalándoles hamburguesas y helados e incitándoles a que se amodorren en el sofá viendo la tele (¿viendo Lazy Town, quizá, oh paradoja de las paradojas?). Sportacus y Stephanie, con coreografías de aerobic y canciones supermegachulas, siempre frustran los planes del malvado y mantienen sana y marchosa —y, en lo que a Stephanie se refiere, con una inflamación inguinal inexplicable y a la que Sportacus no da respuesta— a la población de su villa.
¿Queda claro el mensaje, gordito de mierda? Espabila o revienta. Hoy te lo decimos con canciones, mañana te lo diremos en el campamento militar.
A los judíos también empezaron advirtiéndoles con series musicales, y como no hicieron caso, hubo que internarlos por su bien.
Veamos ahora George de la Jungla. George vive en la jungla con su amigo gorila y las chicas Úrsula y Magnolia. El gorila es un tipo sensato y reposado, casi un intelectual. Úrsula y Magnolia son dos pánfilas de aquí te espero, y George es un individuo mentalmente perturbado e hiperactivo que se obsesiona con las chorradas más extravagantes y que enreda a todos en unos líos de los que les tienen que rescatar otros. Cada episodio es disparatado, cruel, ácido y hasta violento (al estilo Warner o Hanna Barbera). George no come fruta ni pretende que nadie la coma (en todo caso, y analizando el diámetro de sus pupilas, parece que ingiere otro tipo de sustancias). George no se preocupa por el bienestar de nadie, no intenta hacer de su mundo un lugar mejor y no adivinaría ni por asomo el significado de la palabra moraleja. Al final de cada episodio, todo vuelve a la normalidad por exigencias dramáticas y de continuidad de la serie, pero George nunca aprende nada de sus disparates, y todos sabemos que el siguiente que cometerá será peor que el anterior.
Los autores de George de la Jungla no quieren que los niños coman mejor, se sienten correctamente o aprendan a decir por favor. Los autores de George de la Jungla sólo quieren que los niños se diviertan, y para ello, han confiado en el casi siempre eficaz recurso de la transgresión: si George es divertido es porque hace todo lo que generalmente nos prohíben o, simplemente, no se puede hacer por imposibilidad física (parece difícil volar con las alas gigantes de una garrapata imperial adherida al cráneo, como hace en un episodio). George mola porque es un gamberro y un zurullo descerebrado. George mola porque no pontifica y no pretende erigirse en modelo de conducta.
En definitiva, George mola porque no trata a los niños como imbéciles.
Porque —oh, sorpresa— los niños no son imbéciles. A diferencia de muchos adultos, saben distinguir perfectamente una ficción paródica de las circunstancias del mundo real. Saben reírse con una situación absurda porque la identifican como absurda y no ejecutable en la vida cotidiana.
George de la Jungla (y Bob Esponja, y otros ejemplos) respeta la necesidad de los niños de divertirse sin aprender, de perder el tiempo, de gozar por el puro placer de gozar, sin dar razones ni rellenar autoevaluaciones ni llevar la cuenta de cuántas buenas acciones se han hecho hoy.
Todo el entretenimiento infantil está sometido a un escrutinio ridículo: que no sea demasiado violento ni demasiado tal ni demasiado cual. Como si jugar a matar equivaliera a matar de verdad. O como si jugar a los médicos equivaliera a ejercer la medicina de verdad. Los niños entienden perfectamente las fronteras de la ficción y el juego, y cuando juegan, les gusta jugar, no que les den la monserga. ¿De verdad hay tantos niños traumatizados por diversiones inapropiadas o no supervisadas por pedagogos acreditados? Personalmente, me parece mucho más peligroso para mi hijo el contacto con los comentarios biliosos de un taxista que la saga completa de Saw y un maratón de snuff-movies.
Dicho todo lo cual, pongan Lazy Town: reeduquen a sus hijos de una manera que haría sentirse orgulloso a Mao Tsé Tung.