Me maravillan la sorpresa y el escándalo en los que vive perennemente parte de la izquierda de este país. Ayer, Twitter bufaba, silbaba y resoplaba por el editorial que El País tituló El ‘caso Urdangarín’ y el futuro de la Monarquía. Estupefacto, inenarrable, anonadado, indignado… La lista de adjetivos iba por ahí. Pero yo me sorprendo de su sorpresa. Lo pasmoso hubiera sido encontrar una diatriba republicana en ese periódico. Por supuesto que El País es monárquico. Por supuesto que al grupo Prisa le incomoda mucho que se imponga un discurso crítico contra la monarquía.
Pero, ¿quedaba alguien en este país por enterarse de que el único sostén real y efectivo de la causa monárquica en España es el PSOE? La izquierda española es manifiesta y doctrinariamente republicana, y la derecha oscila entre la indiferencia y un republicanismo no militante. En realidad, lo que nadie en la izquierda parece querer entender es que una parte de la derecha aplaudiría el desalojo de los Borbones, a quienes consideran, en el peor y más radical de los casos, unos traidores a la herencia franquista, y en el mejor, una muestra de decadencia, una disfunción ancien régime que ni siquiera sirve para entretener a las masas.
Este sector —minoritario en la derecha, pero activo y visible en la TDT— goza viendo cómo se erosiona la imagen pública de una institución que detesta, como un sector más izquierdista del PSOE goza por motivos antitéticos. La diferencia entre unos y otros es que los primeros no encontrarían una oposición seria en la dirección y en los grupos dominantes de su partido, mientras que los segundos, sí. Estoy convencido de que, si la monarquía cae, el PP no moverá muchos hilos para evitar el descalabro. A lo sumo, fingirá que le importa, pero ni siquiera llorará mucho en público ni disimulará la indiferencia que esto le causa.
La monarquía también la defienden las más rancias élites y poderes provincianos del país, pero son fuerzas sin relevancia social, incapaces de movilizar a la opinión pública o de conquistar un parlamento, por más que controlen algunos medios y atraigan a algunos beatones y solivianten a cuatro ancianos que juegan a la brisca en un casino de pueblo. El verdadero y sólido sostén es, hoy por hoy, el PSOE. Y la pataleta de El País sólo es un síntoma de esto.
De hecho, sí que debe de ser un síntoma de debilidad aguda que los defensores de la causa monárquica en España tengan cada vez menos solvencia intelectual y recurran a un discurso más agresivo y extemporáneo. Si yo fuera el rey, no querría tener unos adalides tan torpes. Con amigos así, casi no necesita enemigos.
El problema del rey es su familia. Como nos pasa a todos. Controlar la imagen pública de un núcleo pequeño formado por esposa e hijos es relativamente fácil, especialmente, cuando los hijos son bisoños. Pero, cuando la familia empieza a crecer y el patriarca, a envejecer y a perder cintura y capacidad de reacción, es difícil mantener el mito construido a base de discreción y austeridad. Porque la mayor virtud de esta monarquía, y la que garantizaba su supervivencia hasta ahora, era su invisibilidad y su inanidad. Juan Carlos comprendió hace tiempo que la mejor manera de mantener la institución era hacer que no molestara, no dar que hablar, que no interfiriera ni para bien ni para mal en la vida pública. Así, se fingía necesaria, como si realmente fuera ella el hilo que mantenía unida a España.
Durante décadas, la monarquía se ha comportado como ese amigo que toda tía buena y sensible tiene. Ese chavalín que es bienvenido en la intimidad de la vecinita porque sabe escuchar, porque es sensible, porque no es como los demás y no está pensando todo el tiempo en follársela. Aunque no piensa en otra cosa, claro. Pero, si algún día se deja vencer por sus instintos, sabe que perderá el acceso a ese mundo privado donde tanto le gusta sentirse rey y saberse necesario.
Juan Carlos, en realidad, lo tenía fácil: sólo tenía que fijarse en lo que hicieron sus antepasados y hacer justamente lo contrario para convertirse en el Borbón bueno y querido. No ser como Alfonso XIII. No ser como Isabel II. Así, no. Puteros y golfos no funcionan. Con los españoles, seriedad, despacho y fotos de uniforme. Y así lo hizo.
Sin embargo, los Borbones tienen un defecto: no son estériles. Se casan, se reproducen y hacen que sus familias crezcan y prosperen en grupos grandes que escapan al control del patriarca, cada vez menos capaz de pastorear a su prole y de hacerles entender la necesidad de no llamar la atención y de no salir en Sálvame Deluxe. Por más que les recuerde que España no es el Reino Unido, que los taxistas madrileños no tienen flema británica y no entienden la monarquía como un animalario bufo para rellenar tabloides y reírse de sus monstruosidades en el pub, no hay manera, cada miembro de la real familia se cree más listo que el jefe y va a lo suyo. El sarao se descontrola, empiezan a menudear los escándalos, y en España no hay humor, como sí lo hay en Inglaterra. Los españoles son moralistas e inquisitoriales. En otros países se acepta que la aristocracia viva en una obscena orgía que, en parte, es un espectáculo la mar de entretenido. Aquí aún humea el motín de Esquilache. Aquí se pide seriedad y buena presencia. Aquí no se entienden los chistes ni las perversiones sexuales a lo Camilla Parker Bowles.
Y eso lo sabe perfectamente el rey y puede que lo sepa su hijo después del concienzudo lavado de cerebro al que ha sido sometido. Pero el resto de los miembros de la familia, no. Y estamos sólo en la segunda generación. Falta que los nietos tengan edad de ir a una discoteca y de ser detenidos por la Guardia Civil mientras conducen un Ferrari a 400 por hora en una carretera de la Costa Brava.
Por ahí, las marujas españolas, no pasan. Para eso, prefieren una república. Pregunten a cualquiera. Cojan un taxi y sondeen la opinión del chófer que escucha Intereconomía, a ver qué les dice. Seguro que tiene ganas de guillotinar con más garbo que Robespierre.
Y si la monarquía empieza a perder prestigio social, como parece que está perdiéndolo, tendrá que recurrir a la coacción política. Y es aquí donde peligra todo, pues resulta evidente que no va a encontrar más apoyo que el del PSOE. Y ni siquiera de todo el PSOE.
La ovación que recibió Juan Carlos en la apertura legislativa por parte de diputados y senadores es otra muestra de agrietamiento de ese prestigio social. Si este siguiera incólume, la monarquía no tendría que replegarse en el marco institucional, no tendría que subrayar constantemente su necesidad y su función constitucional. Si lo hace, es porque siente que el trono no está bien clavado en el suelo. Cojean un par de patas, y ha descubierto que no todos los que en otro tiempo estaban dispuestos a calzarlas quieren ofrecerse ahora para garantizar esa estabilidad.
Al fin y al cabo, piensan muchos pragmáticos del PP —especialmente, aquellos más apegados a la tecnocracia liberal—, España ya no es un país inestable. Ya no se pegan tiros en las calles, ya no hay señores con tricornio que irrumpen en el Parlamento, no hay grupos armados que vuelen coches de presidentes del gobierno, no hay guerrillas insurrectas ni partidos comunistas de un millón de afiliados. ¿Para qué sirve entonces una monarquía, si la estabilidad que decía garantizar hace tiempo que está sobradamente garantizada? ¿Por qué seguir sosteniendo esta pantomima medievalizante, engorrosa y tan poco liberal? Hasta hace poco, estas preguntas las hacían en plan retórico. Ahora, tienen oídos dispuestos a enunciar respuestas.
No sé hacia donde nos llevará esto, pero la cosa se pone interesante.