Me ha molado mucho El mapa y el territorio. Creo que es la mejor novela de Michel Houellebecq, la más compleja y ambiciosa, aunque no tenga la fuerza de Plataforma.
No me siento capacitado para glosarla y, a decir verdad, estoy muy desganado. La sola perspectiva de desmenuzar y pensar sobre lo que acabo de leer me deprime. Pero me apetecía dejar constancia. Para todos los cansinos académicos, para los lectores reaccionarios de chimenea y encuadernado en cuero y para los metaliteratos amargados que, por diferentes motivos, insisten machaconamente desde hace medio siglo en la muerte de la novela, en el fin de la literatura y en el agotamiento creativo del arte escrito, que dejen de aburrirnos con sus monsergas de viejos y lean a Houellebecq. ¿Cómo coño va a estar muerta la literatura si tiene escritores como este, capaces de escribir novelas como esta? Ya quisieran todos los muertos mostrarse tan vivos.
Ahora que la estoy reposando, entiendo que El mapa y el territorio es la novela de un patriota, desde el título hasta el epílogo. Es un libro profundísimamente francés, que apunta al corazón de lo gabacho. Conocedor de sus puntos débiles, tira a dar, afectando a los órganos vitales. Desde las pequeñas puyas que salpimentan el relato hasta las cargas de profundidad diseminadas en varios niveles de lectura. Todo va contra Francia y lo francés. Francia como epítome de una civilización agotada que no tiene nada más que ofrecer al mundo que unos hoteles con encanto y especialidades regionales. Un verdadero patriota sólo puede desear que la caricatura de ese país implosione. Como los maltratadores y los celosos: si no puede ser mía, no será de nadie. Dentro de todo patriota anida un terrorista. Eso lo sabe cualquiera y lo sabe Houellebecq.
Pequeñas puyas: el personaje de Houellebecq, exiliado en Irlanda, sólo bebe vino argentino o chileno. Cuando el prota le lleva una botella de vino francés de 400 euros como obsequio, bebe a gollete y acaba cayéndosele al suelo. Ni se molesta en recogerla. Ustedes no lo entenderán, pero muchos franceses no saben concebir insulto mayor que el contenido en esas irrisorias bromas. Si alguien narrara una violación en grupo a la Virgen del Pilar, no escandalizaría tanto un aragonés conservador como esas pequeñas boutades a un francés de pro.
Cargas de profundidad: remiten al título, a la estética de las guías regionales Michelin, a la incapacidad del país de asumir que sus patrones culturales ya no le importan a nadie en el mundo. Todo ello, uniendo arte y declive industrial, soledades y frustraciones.
Hay una referencia clave, que espero que no haya pasado desapercibida a ninguna lectura atenta —la novela está trufada de aparentes naderías que, como sucede en los relatos policíacos, revelan el verdadero significado del texto o ayudan a entender el móvil del asesinato—. El protagonista llama a Houellebecq para preguntarle cómo va a pasar la noche de fin de año. El novelista no ha planeado nada. Estará solo en su casa leyendo a Toqueville, dice.
Toqueville aparece citado en otra escena. Houellebecq parece fascinado con el personaje histórico, pero, aparentemente, la digresión es un receso en la acción sin relación con ella. Todo lo contrario. Para mí, es la clave fundamental: la novela entera remite al autor de La democracia en América. Un intelectual que intentó comprender su tiempo y acabó como un modesto diputado sin ambiciones políticas, como si hubiera descubierto algo que hiciera inútil cualquier esfuerzo. Hay una conexión con el patriotismo de Alexis de Toqueville. Houellebecq interpela constantemente a Toqueville porque todo lo que este definió, fijó y planteó como pilares de la civilización occidental no es más que palabrería formal que no es útil para entender nada del mundo actual. De la Francia actual.
Es decir: el mapa de Francia hace tiempo que no coincide con su territorio. Las guías Michelin no sirven para recorrer el país porque topografían algo que dejó de existir hace mucho tiempo, si es que existió alguna vez fuera de la cabeza de Alexis de Toqueville. Porque Houellebecq parece insinuar que el propio Toqueville se dio cuenta de que su descripción de la democracia no reflejaba la sociedad real. Al menos, eso sospecha el novelista, aunque no dispone de las pruebas.
El mapa y el territorio es salvaje, denso, seductor, provocador y conmovedor. Es, en definitiva, todo lo que tiene que ser una gran novela moderna. Houellebecq es grande, un escritor llamado a ser un clásico. Quizá ya lo sea.
PD.- Ahora que lo pienso, menos cansado que cuando escribí el post, añado que la fuente intelectual más poderosa de este libro no es Toqueville ni la filosofía de los primeros teóricos de la democracia, sino los utopistas del siglo XIX. Hay muchísimas referencias a ellos, desde William Morris y su movimiento de arts & crafts hasta Charles Fourier y sus falansterios. Locos que soñaron con organizaciones sociales perfectas, a menudo como rechazo a la industria. Puede decirse que diseñaron mapas alternativos para un territorio que no querían.
Básicamente, ese es el espíritu que busca rescatar Houellebecq en la novela, al menos como punto de partida teórico o como hipótesis narrativa. Un mapa es una representación a escala y convencional de un territorio, como en muchos aspectos el arte lo es de la realidad. Sin embargo, por muy precisos que sean los mapas, no conseguimos dejar de sentirnos perdidos. No entendemos mejor el mundo de lo que lo entendía Alexis de Toqueville, aunque disponemos de instrumentos mucho más sofisticados para explorarlo. De hecho, puede que lo entendamos incluso peor. Por tanto, los mapas son inútiles, no nos guían. Hay que revertir el proceso: volver al territorio. No hay que modificar los mapas, sino el terreno, transformarlo al margen de lo que establezca su representación. Pero transformarlo en él, no proyectando mapas previos donde planifiquemos la transformación, porque entonces estaríamos siendo tan ingenuos como los utopistas.
El final del libro es una especie de distopía rural con economía de mercado: una Francia en la que los urbanitas han vuelto al campo, revitalizando los pueblos, convirtiéndolos en prósperos centros de ocio para los turistas rusos y chinos. Francia sólo encuentra un lugar en el mundo cuando abandona su sumisión al mapa y asume su territorio, su realidad. Es decir, cuando la soberbia imperial y la grandeur (pues eso son los mapas, al igual que el arte, representaciones de poder) se aparcan en pro del sentido común. O en otras palabras: no es posible encontrar acomodo en el mundo si no se desprecian antes las representaciones que hemos hecho de nosotros mismos. Pragmatismo social que puede ser también individual: sé tú mismo, no lo que se supone que eres. Jed Martin, abúlico protagonista de la novela, acaba aplicándoselo.
Es una lectura nihilista de los utopistas del XIX. El fin de toda ingenuidad. El fin (quizá ahora sí) del sueño imperial de Occidente.