Última entrega de las crónicas de presentaciones de No habrá más enemigo. Además de aburriros un montón con ellas, estoy cumpliendo mi viejo sueño de convertirme en un cronista social de esos que escriben textos con nombres propios en negritas. Yo hubiera sido feliz en el ¡Hola! de 1975, glosando parties de Marbella.
En Madrid no tuve problemas de agenda ni de presentadores ni de nada. La larguísima sombra de Vila-Matas no llegó hasta Malasaña. Me dijeron, eso sí, que Vargas Llosa tenía un sarao a la misma hora que el mío.
—¿Cómo? ¿Qué estaba Vargas Llosa in town y hemos venido a perder nuestro tiempo con un gualdrapa como tú? —se lamentó con razón uno de los letraheridos asistentes.
—Bueno, no te quejes tanto —le contesté—: no tenéis ni padrino ni un fucking tuxedo para asistir a un sarao de Vargas Llosa. De hecho, por no tener, casi no tenéis ni tiempo, así que tampoco vais a perder mucho. Conformaos con alternar con la prole y la hez de la literatura y pedid otra ronda de cañas.
La cita era en Tipos Infames, nombre muy apropiado para nuestra condición, pero quedamos un rato antes en una boîte llamada La Realidad, para empezar a ponernos pedantes y que se conocieran los dos Albertos que me presentaban: De Frutos y Olmos. El primero, amiguete de hace muchos años, redactor-jefe de cierta revista histórica y autor de este libro que comenté en su día. El segundo, el trasunto de Juan Malherido y bien conocido por muchos de los merodeadores de esta leonera.
Aunque lo intenté, no conseguí emborracharme antes del sarao, y eso que empecé a darle al gintonic robusto, a lo Winston Churchill, desde media tarde. Quería que mi voz saliera rota y castigada, canalla en suma, pero sonó igual de ñoña y educadita que siempre.
Abrió fuego Óscar Sipán, el editor, diciendo en público todas las lindezas que en privado me niega. Noté que quizá yo estaba más intoxicado de alcohol de lo que pensaba, porque me emocioné mucho cuando glosó las razones por las que había apostado por mi novela y cómo Tropo Editores quería que su publicación fuera un motivo de festejo y alegría, una revancha por la putada tan grande que nos había hecho la vida al llevarse a Pablo. «Pablo es también nuestro niño», dijo, y yo pensé que ya no iba a poder decir nada, que la velada se terminaba ahí mismo para mí, que sólo me quedaba salir corriendo.
Sipán, cabroncete, no me podías hacer esto, no podías dilapidar tu verbo y tus refinadas dotes de galán televisivo en hacerme sentir tan querido. Qué puto es el cariño a veces, cuánto nos gustaría ser témpanos, marcar distancias, no decirnos lo que sentimos.
Menos mal que pronto entró Olmos, en plan ametralladora, disparando contra todos los blancos de la novela. Dijo muchas cosas, todas interesantes y con las que, en términos generales, coincido, pero me quedé con una idea: la falta de pudor.
El pudor, lo he escrito alguna vez, es el mayor enemigo de la literatura. Cuando imparto talleres (cada vez menos, me he quitado ya) es una de las primeras cosas que digo a los alumnos: hay que sacudirse el pudor, el miedo a mostrarse. Es un error muy grave y básico pensar que lo que sientes y eres no le interesa a nadie. Muchos letraheridos construyen mundos fantásticos o les da por escribir de países exóticos o de cosas muy serias e importantes, como la reforma laboral o el nazismo. O la Guerra Civil, eso sí que es serio. Escogen temas de primera página de periódico o del Señor de los Anillos porque están convencidos de que así despertarán mejor el interés del lector. Cualquier cosa, menos ellos mismos.
Sin embargo, hasta los escritores de viajes saben que la literatura de ídem dice mucho más del viajero que la escribe que del país que se descubre, y hasta los autores de ciencia-ficción y asimilados más interesantes lo son precisamente porque están hablando de sus obsesiones y de sus miedos. Ni Lovecraft ni Philip K. Dick hablan de otra cosa que no sea de ellos mismos. Por eso nos importan, porque sus relatos les importan a ellos, porque los escriben pensando en sí mismos y no en cómo quedarían en forma de editorial de periódico.
En mi literatura estoy yo. ¿Quién coño va a estar si no? Para eso la firmo. Pero es cierto que el pudor impone unas barreras que hacen imposible una escritura honesta. El pudor enmudece y distorsiona la voz, la imposta y la aplana. La literatura que me interesa es impúdica, los escritores que me emocionan escriben en pelotas, abiertos en canal, exhibiéndose con las vísceras colgando. Yo no he llegado a esos extremos de pornografía emocional, pero siento de forma indudable que mi literatura tiene que ir por ahí, que es el único terreno en el que me siento reconocido y en el que tengo algo que decir que no suene a ya dicho mil millones de veces.
Joder, qué intensos nos pusimos, ¿no? Me tenía que haber emborrachado más, sin duda.
Alberto de Frutos se pasó un montón calificando mi imperfecto librito de obra maestra, aunque lo dijo así como de corrido, pero yo lo oí. Menos mal que también habló de su estructura abierta y proyectada hacia fuera, de su estilo a ratos alucinado. Ese era el objetivo, que tuviera un punto alucinatorio, sin necesidad de ser lisérgico.
Los dos Albertos estuvieron sensacionales, y yo creo que el público la pasó bárbaro, que diría mi presentador en Barcelona, Raúl Argemí. Desde luego, no pillé a nadie bostezando, todos parecían muy contentos.
Y en ese todos me voy a dejar a un montón de gente, pero me siento obligado (porque es de bien nacidos ser agradecido, y yo soy muy educadito) a levantar acta de asistentes. Pueden saltarse el siguiente párrafo si no están aludidos y quieren ir directamente a las copas.
Además de los incondicionales Chela y Dani, para quienes el calificativo de amigos se quedó corto hace mucho tiempo, y de Alberto y Paloma, y de Luisma y Ana, me dio mucho gusto reencontrarme con caras queridísimas a las que el tiempo y la distancia ya casi habían emborronado. Qué enorme Miguel Pérez Alvarado, Miguelón, el poderoso poeta canario, que me trajo su último librito de aforismos, y Julio de la Fuente, que ya es un veterano de Europa Press, uno de esos periodistas que resisten en redacciones cada vez más pequeñas. También fue un gusto ver a Martin Dahms, corresponsal en España del Berliner Zeitung y un tipo inteligentísimo y entrañable que me descubrió a un autor que habló de la banalidad del mal antes de que Arendt se inventara el término. Hablaré de ello otro día. Pero, como el sarao era literario, abundaron los literatos: la encantadora Marta Sanz, el torrencial Federico Guzmán (qué grande eres, güey), el calmo , el también sosegado Matías Candeira, los nada sosegados Antonio J. Rodríguez () y y el completamente opuesto a sosegado Daniel Arjona, entre otros nombres que me estoy dejando sin querer pero sin disculpa.
Así empezó una noche que sólo podía terminar mal. No sé quién se empeñó en maridar papas bravas con gintonics mucho más robustos que los que salen en mi novela, y la noche y mis mucosas gástricas fueron degenerando hasta el punto de que mantuve una discusión a tres bandas sobre Rayuela y Cortázar. La conclusión fue: quisimos tanto a Julio, nos gustó tanto Rayuela, nos deslumbró de tal forma, que ahora sólo podemos repudiarla. Rayuela es indefendible, me oí decir, y Eugenia, que es profe y la que más sabía de literatura de todos los pánfilos allí congregados, me dio la razón con énfasis. Y yo, cuando una sabia me da la razón, me crezco.
La cosa acabó muy de madrugada golpeando la puerta de un bar clandestino (que, de forma muy optimista, tenía dos baños, uno para tipos y otro para tipas, a pesar de que en ese antro no entraba una mujer desde 1963). Y no acabamos a hostias porque estamos muy mayores y ya no sabemos ser tan vehementes como a los veintitantos. Recuerdo muy vagamente a Olmos decir mientras buscábamos algo para comer en la Gran Vía a las cuatro y media de la mañana: «Estas son las cosas que recordaremos cuando seamos viejos, hay que aprovechar, que cuando tengamos cincuenta años estas juergas serán patéticas; ahora, todavía son guays» (seguro que no dijo guays, me lo invento: decir guay no es guay).
No sé yo. Guay nos veíamos nosotros, pero no sé qué opinaban las chavalas que hacían cola para entrar en la discoteca del Palacio de la Prensa. No les debían de resultar muy atractivos esos maromos barbados que iban hablando a gritos de literatura (¡literatura!, es como hablar de hachas de sílex o de gramófonos o de colecciones numismáticas). Si fueran sensatas (no lo eran, por eso estaban haciendo cola en una discoteca un miércoles de madrugada), huirían de nosotros. Todo el mundo debería huir de nosotros.
Menos mal que al día siguiente tenía a mano mi alijo de Espidifén (trade mark). Espidifén debería patrocinar la promoción de mi novela, pues sin ibuprofeno no podría seguir con ella.